Autora: Susana Al-Halabí (Departamento de Psicología, Universidad de Oviedo).
COVID-19 COMO DESAFÍO A LA SALUD MENTAL
Durante los primeros meses del confinamiento nos encontrábamos (y aún nos encontramos) ante una situación sin precedentes que suponía un verdadero desafío para todas las personas, particularmente para aquéllas en situaciones de vulnerabilidad y con presencia de factores de riesgo para problemas de salud mental. Parecía razonable pensar que el aislamiento, la incertidumbre, las dificultades económicas o la presencia de estrés podrían desembocar en un ascenso de las cifras de muertes por suicidio. No estaba claro si ese aumento se produciría a corto o largo plazo, pero sí que la comunidad sanitaria y científica debía estar preparada para un periodo desafiante. Paralelamente, se recomendaba evitar la idea de fusionar automáticamente el deterioro de la salud mental y la presencia de suicidio, tratando de disminuir el estigma, el uso de un lenguaje alarmista y la sensación de desesperanza de la población. Más aún, se presentaba este periodo como una ocasión para la cohesión social y la activación de factores de protección, como el apoyo social o la provisión de información fiable sobre la disponibilidad de ayuda para situaciones de crisis.
Tras un año de elucubraciones, el pasado mes de mayo se publicaba el primer estudio internacional con datos recogidos en veintiún países. Este estudio colaborativo, firmado por decenas de autores de reconocido prestigio y publicado en la revista The Lancet, arrojaba un dato claro: no se ha registrado un incremento en las tasas de suicidio durante los primeros meses de la pandemia. ¿Qué interpretación ofrecen los autores sobre este resultado? En primer lugar, el incremento auto informado de los niveles de ansiedad, depresión y pensamientos de suicidio no parece haberse traducido en un aumento correlativo de la muerte por suicidio, al menos en los países que formaron parte del estudio. La rápida implementación por parte de los gobiernos y otras instituciones oficiales de nuevas vías de acceso a los servicios de salud mental parece haber constituido un aspecto crucial en la prevención del suicidio. En segundo lugar, se han puesto en marcha diversos factores de protección, como la presencia de un sentimiento colectivo de comunidad, el apoyo a personas vulnerables a través de las nuevas tecnologías, o la permanencia de largos periodos de tiempo acompañados en el hogar, reduciendo así el estrés y la sensación de aislamiento y vacío. Finalmente, la mayoría de los gobiernos de los países del estudio han tomado medidas para paliar la previsible crisis económica, dotando de recursos económicos a muchas familias que, de no haber podido disponer de estas ayudas, contarían con importantes factores de riesgo. Con todo, los autores permanecen atentos a los posibles cambios que puedan producirse en los próximos meses y advierten de la necesidad de seguir garantizando los esfuerzos políticos y comunitarios que podrían haber sido los responsables de las bajas tasas de suicidio.
LA NATURALEZA CONTEXTUAL DE LA CONDUCTA SUICIDA
Esta situación también nos permite hacer una reflexión acerca de la naturaleza contextual de la conducta suicida, que no emergería automáticamente en forma de “síntoma” derivado del incremento de los problemas de salud mental, sino que se presentaría como un fenómeno complejo, multidimensional y multifactorial, en el que participan simultáneamente realidades de diferente tipo y orden (culturales, sociales, institucionales, psicológicas, éticas, etc.). Parece, por tanto, que no cabría una interpretación causal lineal, sino que habría que entender las conductas suicidas en los contextos biográficos de las personas, en la presencia de “sentido” en su sufrimiento y en la vivencia particular de sus dificultades. No se trataría, entonces, de reparar supuestas “averías” en el psiquismo, sino de dotar a las personas de recursos que permitan mejorar su acceso a los servicios sanitarios en situaciones de crisis, reducir la presencia de factores de riesgo y potenciar los factores de protección. Así mismo, compartir la preocupación, apoyar en los momentos de desesperanza, informar correctamente sobre los servicios de ayuda disponible, sensibilizar a la población acerca de la necesidad de dar apoyo social, derribar el estigma asociado a la conducta suicida y compartir la responsabilidad de los cuidados de las personas vulnerables, parecen estrategias valiosas para contener las tasas de suicidio.
NECESIDAD DE ACTUACIÓN
Surge la oportunidad de poner en marcha, más que en ningún otro momento, las estrategias de prevención del suicidio. Más aún, la implicación de todos y cada uno de los agentes de la sociedad y de todos los profesionales sanitarios es esencial. No podemos mirar hacia otro lado. Es hora de actuar.